Harry Hole, 1

© 2000, Jo Nesbø

Título original: Rødstrupe

© traducción, Carmen Montes, 2008

«Mas, poco a poco, se fue armando de valor, voló hasta él y extrajo con su pico una espina que se había clavado en la frente del crucificado.

Sin embargo, al tiempo que lo hacía, una gota de la sangre del crucificado cayó sobre el pecho del ave. La gota se expandió enseguida y discurrió por su pecho tiñendo las pequeñas y ligeras plumas que lo cubrían.

El crucificado abrió sus labios y le susurró al pajarillo:

– Gracias a tu compasión, acabas de ganar para tu especie lo que ésta ha deseado desde la creación del mundo.»

Selma Lagerlöf,

Leyendas de Cristo

Capítulo 1

ESTACIÓN DE PEAJE DE ALNABRU

1 de Noviembre de 1999


Un pájaro de color gris entraba y salía planeando del campo de visión de Harry, que tamborileaba los dedos en el volante. Tiempo lento. El día anterior, alguien había estado hablando en televisión de tiempo lento. Y aquello era tiempo lento. Como las horas que, en la Nochebuena, precedían a la llegada de Papá Noel. O el tiempo que transcurría en la silla eléctrica antes de que conectasen la corriente.

Harry tamborileó los dedos con más fuerza.

Estaban detenidos en la explanada que se extendía detrás de las cabinas de la estación de peaje. Ellen elevó un punto el volumen de la radio. El reportero hablaba con solemnidad y respeto:

– Su avión aterrizó en nuestro país hace cincuenta minutos y, exactamente a las seis treinta y ocho, el presidente pisó suelo noruego. Le dio la bienvenida el portavoz municipal de Jevnaker. Hace un precioso día otoñal aquí, en Oslo, un hermoso marco noruego para esta cumbre. Oigamos de nuevo las declaraciones del presidente a los representantes de la prensa hace media hora.

Aquélla era la tercera retransmisión. Harry volvió a ver ante sí el creciente grupo de periodistas que se agolpaban ante las barreras de control. Los hombres vestidos de gris que había al otro lado de los controles, y que sólo a medias se esforzaban por no parecer agentes de los servicios secretos mientras alzaban los hombros y los relajaban de nuevo, escrutaban a la multitud, comprobaban por duodécima vez que tenían el receptor bien fijado a la oreja, se encajaban las gafas de sol, volvían a escrutar a la multitud, dejaban descansar la mirada un par de segundos en un fotógrafo que llevaba un objetivo demasiado largo, volvían a escrutar, comprobaban, por decimotercera vez, que el receptor estuviera en su sitio. Alguien le dio al presidente la bienvenida en inglés, se hizo un silencio seguido de un carraspeo en el micrófono.

– First let me say I'm delighted to be here… -confesó el presidente por cuarta vez con su ronco y relajado acento estadounidense.

– Según he leído hace poco, un célebre psicólogo estadounidense asegura que el presidente sufre TPM -observó Ellen.

– ¿TPM?

– Trastorno de personalidad múltiple. El doctor Jekyll y Mr. Hyde. Según la opinión del psicólogo, su personalidad pública no sospechaba que la otra, el animal sexual, había mantenido relaciones sexuales con aquellas mujeres. Y ésa es la razón por la que ningún tribunal podía sentenciarlo por haber mentido al respecto bajo juramento.

– ¡Dios! -exclamó Harry al tiempo que observaba el helicóptero que sobrevolaba sus cabezas.

Una voz con acento noruego hablaba por la radio:

– Señor presidente, ésta es la primera vez que un presidente estadounidense viene a Noruega en visita oficial. ¿Cómo se siente?

Pausa.

– Es una gran satisfacción estar aquí otra vez. Y lo más importante es, en mi opinión, que los dirigentes del Estado de Israel y del pueblo palestino puedan reunirse aquí. La clave de…

– ¿Tiene algún recuerdo de su anterior visita a Noruega, señor presidente?

– Por supuesto. En las conversaciones de hoy, espero que podamos…

– ¿Qué importancia han tenido Oslo y Noruega para la paz mundial, señor presidente?

– Noruega ha desempeñado un papel importante.

Se oye preguntar a una voz sin acento noruego.

– ¿Qué resultados concretos cree el presidente que pueden alcanzarse, desde un punto de vista realista?

La conexión se interrumpió y una voz intervino desde el estudio:

– ¡Ya lo hemos oído! El presidente opina que Noruega ha representado un papel decisivo para…, la paz en Oriente Medio. En estos momentos, el presidente va camino de…

Harry lanzó un gruñido y apagó la radio.

– ¿Qué es lo que le está pasando a este país, Ellen?

La joven se encogió de hombros.

– Punto veintisiete comprobado -resonó en el transmisor del salpicadero.

Él la miró.

– ¿Todos listos en sus puestos? -preguntó.

Ellen asintió.

– Entonces, ya podemos empezar -sentenció Harry.

Ella alzó los ojos al cielo: era la quinta vez que Harry decía lo mismo desde que el cortejo había salido de Gardermoen. Desde el lugar en que estaban estacionados, podían ver la autopista vacía extenderse desde la estación de peaje y discurrir subiendo hacia Trosterud y Furuset. Las luces azules del techo giraban sin cesar lentamente. Harry bajó la ventanilla y sacó la mano para retirar una hoja mustia y amarillenta que se había quedado atascada bajo el limpiaparabrisas.

– Un petirrojo -dijo Ellen al tiempo que señalaba con la mano-. Un ave rara a estas alturas del otoño.

– ¿Dónde?

– Allí. En el techo de aquel expendedor de tickets.

Harry se agachó para mirar al frente por la ventanilla.

– ¡Ah, vaya! ¿Así que eso es un petirrojo?

– Pues sí. Claro, que me imagino que tú no verás la diferencia entre un petirrojo y un tordo de alas rojas, ¿me equivoco?

– Correcto.

Harry entrecerró los ojos. ¿Estaría quedándose miope?

– Es un pájaro extraño, el petirrojo -aseguró Ellen mientras volvía a enroscar el tapón del termo.

– No lo dudo -admitió Harry.

– El noventa por ciento se marcha al sur, pero unos cuantos se arriesgan y se quedan aquí.

– ¿Cómo que se quedan aquí?

De nuevo se oyó el carraspeo de la radio:

– Puesto sesenta y dos al cuartel general. Hay un coche desconocido aparcado en el arcén, a doscientos metros de la salida hacia Lørenskog.

Una voz grave respondió desde el cuartel general en el dialecto de Bergen:

– Un segundo, sesenta y dos. Vamos a comprobarlo.

Silencio.

– ¿Han comprobado los servicios? -preguntó Harry señalando con la cabeza hacía la estación de servicio de Esso.

– Sí, la gasolinera está vacía, no hay ni clientes ni empleados. Salvo el jefe. Lo tenemos encerrado en la oficina.

– ¿Los expendedores de tickets también?

– Comprobados. Relájate, Harry, ya hemos revisado todos los puntos de control. Bueno, pues eso, que los que se quedan prueban suerte por si se presenta un invierno suave, ¿entiendes? Puede que les vaya bien pero, si se equivocan, mueren. Así que, ¿por qué no partir hacia el sur por si acaso, te preguntarás tú? ¿Es simplemente porque los que se quedan son perezosos?

Harry miró en el espejo y vio a los vigilantes apostados a ambos lados del puente del ferrocarril. Iban vestidos de negro y llevaban casco y ametralladoras MP5 colgadas del cuello. Incluso desde donde estaba, Harry podía ver la tensión de sus cuerpos por sus gestos.

– La historia es que, si el invierno se presenta suave, podrán elegir los mejores lugares para anidar antes de que vuelvan los demás -explicó Ellen al tiempo que se esforzaba por encajar el termo en la guantera repleta-. Se trata de un riesgo calculado, ¿comprendes? Puedes ganar a la lotería o joderla del todo. Apostar o no apostar. Si apuestas, puede que una noche te caigas congelado de tu rama y no te descongeles hasta la primavera. Si te rajas, puede que no folles cuando regreses. Vamos, que son ese tipo de eternos dilemas a los que siempre tenemos que enfrentarnos.

– Llevas el chaleco antibalas, ¿verdad? -preguntó Harry girando el cuello para mirar a Ellen.

Ella no respondió, se limitó a mover la cabeza de un lado a otro mientras contemplaba la autovía.

– ¿Lo llevas o no lo llevas?

Ellen se golpeó los nudillos contra el pecho por toda respuesta.

– ¿El ligero?

Ella asintió.

– ¡Joder, Ellen! Di órdenes de llevar chaleco de plomo. No esos de juguete.

– ¿Tú sabes lo que suele llevar aquí la gente del Servicio Secreto?

– Déjame adivinar: ¿chalecos ligeros?

– Exacto.

– ¿Y sabes para quién trabajo yo?

– Déjame adivinar: ¿para el Servicio Secreto?

– Exacto.

Ella sonrió y también Harry estiró los labios en una sonrisa cuando se oyó el carraspeo de la radio.

– Cuartel general a puesto sesenta y dos. El Servicio Secreto dice que el que está aparcado en la salida a Lørenskog es uno de sus coches.

– Aquí puesto sesenta y dos. Recibido.

– ¡Ahí lo tienes! -exclamó Harry dando irritado un puñetazo al volante-. Sin comunicación alguna, esa gente del Servicio Secreto va a lo suyo sin contar con nadie. ¿Qué hace allí ese coche sin que nosotros lo sepamos? ¿Eh?

– Controlar que nosotros hacemos nuestro trabajo -respondió Ellen.

– Según las directrices que ellos nos han dado.

– Bueno, de todos modos, algún poder de decisión sí que tienes, así que deja de quejarte -atajó ella-. Y deja de tamborilear con los dedos en el volante.

Los dedos de Harry cayeron obedientes en su regazo. Ella rió y él lanzó un largo silbido.

– ¡Jajaja!

Sus dedos fueron a dar en la culata de su arma reglamentaria, un revólver Smith & Wesson, calibre 38, de seis proyectiles. En el cinturón llevaba además dos cargadores rápidos con seis balas cada uno. Acarició el revólver sabiendo que, en aquellos momentos, no estaba autorizado a llevar armas. Tal vez fuese cierto que se estaba quedando miope pues, tras el curso de cuarenta horas que había seguido aquel invierno, había fallado en las pruebas de tiro. Aunque aquello no era, desde luego, insólito, sí era la primera vez que le ocurría a él y no lo llevaba nada bien. En realidad, no tenía más que presentarse a las siguientes pruebas y eran muchos los que lo intentaban hasta cuatro y cinco veces pero, por alguna razón, Harry siempre se había librado de repetirla.

Un nuevo carraspeo: «Punto veintiocho, sobrepasado».

– Ése es el penúltimo punto del distrito policial de Romeriket -observó Harry-. El siguiente punto de paso es Karihaugen y, después, son nuestros.

– ¿Por qué no pueden hacer como hemos hecho siempre, simplemente decir por dónde está pasando el cortejo, en lugar de la pesadez de tanto número? -preguntó Ellen en tono quejumbroso.

– ¡Adivínalo!

Ambos respondieron a coro: «¡Cosas del Servicio Secreto!». Y se echaron a reír.

– Punto veintinueve, sobrepasado.

Harry miró el reloj.

– Vale, los tendremos aquí dentro de tres minutos. Cambiaré la frecuencia del transmisor a la del distrito policial de Oslo. Haz el último control

Un sonido áspero y disonante surgió de la radio mientras Ellen cerraba los ojos para concentrarse en las confirmaciones que se sucedían. Finalmente, colgó el micrófono en su lugar.

– Todo el mundo listo y en su puesto.

– Gracias. Ponte el casco.

– ¡¿Como?! De verdad, Harry…

– Ya me has oído. ¡Que te pongas el casco tú también!

– Es que me queda pequeño.

Otra voz se dejo oír: «Punto uno, superado».

– ¡Joder! A veces eres tan… poco profesional.

Ellen se encajó el casco, ajustó la barbillera y cerró la hebilla.

– Yo también te quiero -declaró Harry mientras estudiaba con los prismáticos la carretera que tenían ante sí-. Ya los veo.

En la parte superior de la pendiente que conducía hacia Karihaugen se distinguían destellos de metal. Harry sólo veía de momento el primer coche de la fila, pero conocía bien la continuación: seis motocicletas conducidas por agentes especialmente entrenados de la sección de escoltas de la policía noruega, dos coches de escolta noruegos, un coche del Servicio Secreto, dos Cadillac Fleetwood idénticos, vehículos especiales del Servicio Secreto, traídos en avión desde Estados Unidos, en uno de los cuales viajaba el presidente, aunque se mantenía en secreto en cuál. O tal vez iba en los dos, se dijo Harry. Uno para Jekyll y otro para Hyde. A continuación iban los vehículos de mayor tamaño, el coche del Servicio Médico, el de comunicaciones y varios del Servicio Secreto.

– Todo parece tranquilo -concluyó Harry mientras movía los prismáticos despacio, de derecha a izquierda.

El aire reverberaba sobre el asfalto, pese a que hacía una fría mañana de noviembre.

Ellen vio la silueta del primer coche. Dentro de media hora habrían dejado atrás la estación de peaje y tendrían superada la mitad del trabajo. Y, dos días después, cuando los mismos coches pasaran ante la estación de peaje en sentido contrario, Harry y ella podrían volver a sus tareas policiales habituales. Ella prefería vérselas con cadáveres en el grupo de delitos violentos a tener que levantarse a las tres de la madrugada para sentarse en un frío Volvo junto con un irascible Harry, visiblemente presionado por la responsabilidad que había recaído sobre él.

A excepción de los resoplidos recurrentes de Harry, reinaba en el coche el silencio más absoluto. Ella comprobó que los indicadores de ambos aparatos de radio funcionaban perfectamente. La hilera de coches llegaba ya casi hasta el final. Decidió que, después del trabajo, se iría a Tørst y bebería hasta emborracharse. Había allí un tipo con el que había intercambiado alguna mirada, tenía el cabello negro y rizado y ojos castaños de mirada algo desafiante. Delgado. Con un aire un tanto bohemio, intelectual. Tal vez…

– ¡¿Qué co…?!

Harry ya se había hecho con el micrófono: «Hay una persona en la tercera cabina desde la izquierda. ¿Alguien puede identificarla?».

La radio respondió con un silencio crepitante mientras la mirada de Ellen pasaba rápida por la hilera de cabinas. ¡Allí! Vio la espalda de un hombre tras el cristal marrón de la ventanilla, a tan sólo 45 metros de donde se encontraban. A contraluz, la sombra dibujaba una silueta muy clara. Al igual que la de la breve porción de un cañón que sobresalía por la espalda del individuo.

– ¡Un arma! -gritó Ellen-. ¡Tiene una pistola automática!

– ¡Mierda!

Harry abrió la puerta del coche de una patada, se agarró al marco con las dos manos y salió de un salto. Ellen miraba fijamente la columna de coches, que no podía estar a más de cien metros de allí. Harry asomó la cabeza al interior del coche.

– No es ninguno de los nuestros, pero puede ser alguien del Servicio Secreto -aseguró-. Llama al cuartel general -dijo con el revólver en la mano.

– Harry…

– ¡Vamos! Y quédate donde estás hasta que el cuartel general te confirme que es uno de sus hombres.

Harry empezó a correr hacia la cabina y hacia aquella espalda cubierta por un traje. Parecía el cañón de una ametralladora Uzi. El frío aire de la mañana le hería los pulmones.

– ¡Policía! -gritó-. Police!

Ninguna reacción. Los gruesos cristales de las cabinas estaban pensados para aislar del ruido del tráfico. El hombre había girado la cabeza hacia la hilera de vehículos y Harry pudo ver los cristales oscuros de las gafas de sol Ray-Ban. El Servicio Secreto. O alguien que quería hacerse pasar por uno de ellos.

Estaba a veinte metros.

¿Cómo se habría metido en aquella cabina cerrada, si no era uno de ellos? ¡Demonios! Harry oyó que las motos se acercaban. No alcanzaría la cabina a tiempo.

Quitó el seguro y apuntó mientras rogaba que el claxon del coche quebrantase la calma de aquella extraña mañana en una autopista cortada en la que él, desde luego, en ningún momento había sentido el menor deseo de encontrarse. Las instrucciones eran claras, pero no conseguía dejar de pensar:

Chaleco ligero. Sin comunicación. Dispara, no es culpa tuya. ¿Tendrá familia?

El cortejo aparecía justo detrás de la cabina y se acercaba con rapidez. En dos segundos, los Cadillac estarían a su altura. Por el rabillo del ojo izquierdo vio el leve movimiento de un pajarillo que alzó el vuelo desde el tejado.

Apostar o no apostar…, ese tipo de dilemas eternos.

Pensó en el escaso espesor del chaleco, bajó el revólver un par de centímetros. El rugir de las motocicletas era ensordecedor.

Capítulo 2

OSLO

Martes, 5 de Octubre de 1999


– Ésa es, precisamente, la gran traición -afirmó el hombre bien afeitado mirando sus notas.

La cabeza, las cejas, los musculosos brazos, incluso las grandes manos que se aferraban a la tribuna: todo parecía recién afeitado y limpio. Se inclinó hacia el micrófono, antes de proseguir:

– Desde el año 1945, los enemigos del nacionalsocialismo han sentado las bases, han desarrollado y practicado sus principios democráticos y económicos. Como consecuencia de ello, el mundo no ha visto que el sol se ponga un solo día sin actos bélicos. Incluso en Europa hemos vivido guerras y genocidios. En el tercer mundo, millones de personas mueren de hambre; y Europa se ve invadida por la inmigración masiva con el consiguiente caos y la necesidad de luchar por la existencia.

En este punto se detuvo y echó una ojeada a su alrededor. En la sala remaba un silencio sepulcral y tan sólo uno de los oyentes que ocupaban los bancos a su espalda aplaudió tímidamente. Cuando, reavivado su entusiasmo, decidió continuar, la señal luminosa que había bajo el micrófono parpadeó en rojo, claro anuncio de que las ondas llegaban distorsionadas al receptor.

– Por otro lado, no es muy grande la distancia que separa el despreocupado bienestar en que nos hallamos inmersos y el día en que nos veamos obligados a confiar en nosotros mismos y en la gente que nos rodea. Una guerra, una catástrofe económica o ecológica…, y toda esa red de leyes y reglas que nos han convertido a todos con tanta rapidez en clientes pasivos de los servicios sociales desaparecerá de un plumazo. La otra gran traición fue anterior, la del 9 de abril de 1940, cuando nuestros llamados dirigentes nacionales huyeron del enemigo para salvar su pellejo. Y se llevaron las reservas de oro, claro está, para así poder financiar la lujosa vida que pensaban llevar en Londres. Ahora volvemos a tener al enemigo en casa. Y aquellos que deberían defender nuestros intereses vuelven a traicionarnos. Permiten que el enemigo construya mezquitas entre nosotros, que robe a nuestros ancianos y que mezcle su sangre con la de nuestras mujeres. De modo que, simplemente, es nuestra obligación como noruegos defender nuestra raza y eliminar a nuestros traidores.