Lo que en un principio fue una imagen ecuatoriana fijada en mi retina –la de Falcón cargando a Gallegos Lara- no se debilitó con el tiempo. Todo lo contrario. De hecho, es una imagen viajera que pasó de la realidad histórica a la novela de Jorge Enrique Adoum, Entre Marx y una mujer desnuda, luego a la película homónima de Camilo Luzuriaga y de allí saltó a mi ensayo.El pensamiento que planteaba no era una discusión de historiografía literaria, ni tampoco una categoría académica o teórica obsesivamente reincidente en la construcción o afianzamiento nacional, sino un ensayo libre a partir de una imagen plástica –o un imago, como decía José Lezama Lima- que respondía a mi inquietud de escritor en defensa de la imaginación por encima de cualquier uso instrumental, sea explícito o velado. Sobre todo, la autocensura, especie de vigilia autoimpuesta que se calla, pero grita en el resultado de la obra.Me refiero a ese temor secreto de que, como escritor, no se está cumpliendo con una «responsabilidad» social y nacional, o con la prole a escala de los cien mil activismos políticamente correctos sobre todo cuando son alérgicos a la libertad estética, en vez de preocuparse por escribir de una forma rebelde frente a la mano feroz del control nacional y de la pretensión de dominio del yo sobre la materia del arte. Este síndrome me permite entender que lo encuentre replicado en otras geografías y culturas a su manera, con otros pesos y autocensura representacionales…
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