Combinar divulgación con rigor nunca es tarea fácil en filosofía; la historia de la filosofía es materia harto inexpugnable, campo abonado a pedanterías e incluso academicismos. Pero es posible acercarlos partiendo de una auténtica experiencia filosófica que todos hayamos vivido ya, la del amor, la experiencia más cercana al abismo de la filosofía. Eso a lo que llamamos «follar» encierra profundidades metafísicas y existenciales abrumadoras y, sin embargo, no es una experiencia reservada a una elite de elegidos destinados a convertirse en catedráticos de estética, sino que es algo que todo el mundo ha experimentado y que, además, el pueblo ha reflexionado sin descanso en un sin fin de variaciones musicales, plasmadas en lo que llamamos canciones de amor. Hay que comenzar por los Chichos o por Conchita Piquer para que tenga sentido alguna vez entender a Hegel o a Schelling sin que ello se convierta en una estafa del narcisismo académico. Sin tomarse en serio a los Chunguitos o al Tijeritas, no hay ninguna posibilidad de lograrlo con Derrida o con Badiou. Para entender cosas tan serias, hace falta haber corrido el riesgo de haber hecho algo serio alguna vez. Y pocas cosas más serias que el amor.
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