Soy María Inmaculada, pero todos me conocen como Mel. Los cuarenta me llegaron con saña; perdí mi empleo, volví a la casa de mis padres y mi enamorado se despidió practicando el sutil arte de la indiferencia. Nadie creería que hasta entonces era una exitosa editora de novelas sentimentales que nunca creyó en el amor. No en el amor de pareja —¿hay algo más voluble que el amor romántico?—, aunque confieso que, hasta ese momento, todos mis males parecían tener un mismo origen: el TOC.
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