Frente al acoso de dos perniciosas enfermedades del espíritu, el materialismo y el individualismo, cabe preguntarse si podremos desandar el camino equivocado que conduce a sobrevalorar –muchas veces en secreto– el sexo desaprensivo y el dinero fácil. La mayor parte de la sexualidad, más allá de la finalidad de reproducir individuos de la misma especie, trasciende la búsqueda del placer para alimentar los sentimientos de amistad y de simpatía que nos permiten convivir en una comunidad civilizada. Además, dado que en los asuntos de la vida el óptimo nunca coincide con el máximo, nadie debería acumular una suma de dinero que supere demasiado la cantidad que su ingenio le permite emplear como un medio para alcanzar otros fines. No todas las cosas que se anhelan son cosas que se pueden comprar, y las desmesuradas ansias de poder menoscaban los influjos del deber y del querer en nuestra convivencia cotidiana. De nada vale pensar cómo se vive si no se está dispuesto a vivir como se piensa. Aunque funcionamos indisolublemente unidos a un sentimiento de identidad y a un derecho de autodeterminación que son inalienables, la vida de uno es demasiado poco como para que uno le dedique, por completo, su vida. Vivimos «cableados» con las personas que son «copropietarias» del entorno afectivo que, abusivamente, consideramos nuestro. Sólo disponemos de un punto de vista determinado por el lugar que ocupamos. Podemos comprender entonces que otros ojos nos ayuden a contemplar dónde estamos, y que los necesitemos para saber quiénes somos. Así, con el anhelo de encontrar quien nos conozca y nos acepte, nace la pregunta: ¿alguien sabe quién soy?
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